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La experiencia en un tentadero


Una luz cálida comienza a rozar mi brazo apoyado en la ventanilla del autobús. Amanece.

Me encuentro ya en la carretera camino a Buitrago de Lozoya (Comunidad de Madrid). Al llegar al pueblo de la serranía madrileña visitamos el Museo de Picasso instalado en los bajos del Ayuntamiento. La sala expositiva resulta ser muy pequeña pero esto no deja de ser interesante, ya que las pinturas que allí se encuentran fueron regalos que Eugenio Arias obtuvo durante los años de amistad con el pintor malagueño. Eugenio era el barbero del artífice del Cubismo y después de su fallecimiento donó todos sus presentes a Buitrago por ser su ciudad natal.

Recorremos a pie el pueblo para complementar la parte artística con la arquitectónica. En la villa nos encontramos ante la iglesia de Santa María del Castillo, una construcción románica del siglo XV restaurada completamente. Un poco más adelante podemos subir y recorrer las murallas del pueblo para poder ver el río caudaloso —por el deshielo de la primavera— que transita alrededor de Buitrago. 

Buitrago de Lozoya

Un inicio del día que nada tiene que ver con lo que hemos venido a experimentar.

Los toros de la serranía

Continuamos por la carretera y a un kilómetro y medio se encuentra la Finca El Bosque de la ganadera María Antonia de la Serna. Pocas veces los ganaderos abren sus fincas para poder ver cómo se vive allí, lo que se hace, cómo viven los toros… así que empiezo a cotillear todo aquello que se pone en el camino.

Para empezar, el terreno de unas 480 hectáreas está compuesto por una amplia vivienda con un salón —que daría para celebrar una boda, o dos— lleno de carteles de toros y aperos de labranza, algunos en desuso y de colección. Pero todavía hay más espacio dentro de las casi 500 hectáreas. Una pequeña iglesia —para la boda— y un enorme patio en la entrada. Parece que hay que tener una ganadería hace falta muuuucho, pero que mucho terreno.

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Entre la naturaleza, tanto terreno, nada de civilización a la vista, y sólo destacan esas grandes cabezas con sus astas… pues qué quieren que les diga… acojona y mucho

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Y entre tanta hectárea y metros de terreno estamos todos un poco perdidos. Así que para que no nos despistemos me suben a un remolque, unido a un tractor, para recorrer la finca entera, ver las vacas bravas, sus erales y los toros en su hábitat natural (sin aditivos humanos que se precien).

Vistos los astados en directo impresionan. «Nos miran asombrados como si pensaran que les vamos a dar de comer», me comenta una de las mujeres con las que voy subida en el remolque y muerta de miedo. «Tranquila, si no les haces nada, no vienen a por ti», en un intento de tranquilizarla. Pero claro, aquí en la mesa del escritorio y escribiendo estas líneas se dice muy fácil, pero cuando estás en medio de la nada, llevas más de una hora y media subida en un remolque y, entre la naturaleza, tanto terreno, nada de civilización a la vista, ves que destacan esas grandes cabezas con sus astas, pues qué quieren que les diga… acojona y mucho.

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Y como si de una boda se tratara, el banquete de la comida en un área tan extensa es para disfrutarlo bien. Así que me relajé y no tomé ninguna nota al respecto. Sabía que después venía el postre fuerte.

Del miedo a la comprensión en un tentadero

¿Qué teníamos? Sí, una inmensa casa, un patio, una iglesia, toros campando a sus anchas y… una plaza de toros. Ya les dije que 500 hectáreas dan para mucho. Es un pequeño ruedo, un tentadero, en donde se pueden tentar varias vacas bravas para saber si tienen fijeza, si embisten bien y si tienen casta para poder cruzarlas con toros sementales y que críen o dejarlas para consumo cárnico (no apto para vegetarianos).

Lo que no contaba es con ver los toros desde el burladero, la parte más cercana al ruedo. Y allí estoy yo, a menos de tres metros del astado… «Esto no venía con el billete de entrada», exhalo algo asustada.

He de decir que merece la pena sólo por verlo más cerca. Los movimientos de la vaquilla, con una plasticidad y armonía, acompañan el fondo escénico del valle de Lozoya plagado de las diferentes tonalidades de verde dentro y fuera de la plaza.

Más tarde, recogen las vaquillas y las devuelven de nuevo a sus pastos.

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Un fin de fiesta que anuncia esa luz anaranjada de nuevo, ya no tan brillante. La caída del sol está cerca y con ello el fin del día. Vuelta a casa, no sin antes hacer una reflexión sobre lo que es pasar un día con una ganadera y en un tentadero. ¡Un lugar para hacer bodas! Noooo… bueno, quizás si se habla con la dueña… pero lo más importante es la experiencia de vivir todo el ambiente en directo.

El sabor inicial de miedo y de incomprensión ha desaparecido. Ahora es cuando empiezo a forjar mi propio criterio al respecto con lo vivido, aunque una de las ideas está ya más que clara: es una experiencia imborrable.

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