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Antes de la llegada del ser humano a la Tierra, existió una estirpe Prepirenaica hegemónica de 40 volcanes unidos por una misma oscura piel telúrica. Estos iracundos colosos minerales batallaban entre sí mediante ráfagas de viscosa lava aderezadas con miles de toneladas de rocas ígneas. La Tierra intervino poniendo fin a aquella guerra fraternal y reinó el silencio durante milenios. Para reanudar la buena convivencia, ésta les cubrió con ropajes verdes que simbolizaron el fin del conflicto. Junto al bello regalo esmeralda, la Gran Madre prometió a sus vástagos el continuo reteñido de su indumentaria, únicamente si hacían bondad entre ellos.

Aquel manto verde que sigue cambiando de color es todavía hoy una joya vegetal cobijada en un cofre llamado: La Fageda d’en Jordà.


La fageda


El mágico hayedo —en catalán Fageda– situado en el Parque Natural de la Zona Volcánica de La Garrotxa, fue manantial de inspiración para artistas y escritores que pasaron por aquel lar. Un ejemplo es el poema que Joan Maragall dedicó a dicho paisaje, oda consolidada posteriormente en una placa de bronce que se puede encontrar al inicio del recorrido que lleva a dicho bosque.

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Cuando nos adentramos en él, cruzamos el umbral entre el mundo terrenal y el fantástico. Una sensación húmeda recorre nuestra epidermis, los pulmones se llenan de fragancia a madera perfumada. La vista es capaz de ver más allá del espectro visible de colores. Esta mezcolanza intermitente entre oscuridad y cromatismo saturado se asemeja a un paisaje calidoscópico.

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Las tortuosas raíces exhuman sus cuerpos mientras el musgo, enemigo de las hojas, coloniza las lóbregas rocas

Avanzamos observando la delicada cubierta vegetal calada por los sables solares. Las translúcidas hojas suspendidas filtran destellos de amarillo cadmio, con notas de verde pistacho pasando por anaranjados cobrizos, hasta que abatidas por los refulgentes rayos lumínicos caen convertidas en opacas láminas pardas.

Por el terreno se extiende un manto de térreos tonos que ocultan la fértil orografía, modelada por la atávica actividad volcánica de aquellos 40 hermanos traviesos apaciguados por su Madre. Las tortuosas raíces exhuman sus cuerpos mientras el musgo, enemigo de las hojas, coloniza las lóbregas rocas.

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El volcán Croscat y el ambiente circundante en la Fageda

La idea mítica de la Gigantomaquia se rememora cuando te enfrentas a una gran mole de casi 800 metros de altitud como la del Volcán Croscat. Su cráter, muy cercano a la Fageda, se eleva ataviado con una espesa vegetación cual soldado camuflado. En uno de sus flancos pueden apreciarse sus rojizas entrañas lapilíticas a causa de las secuelas bélicas sufridas durante años. Estas redundantes heridas de guerra son laceraciones ejecutadas por el ser humano con el objeto de obtener  la materia prima destinada a la construcción.

La zona volcánica de La Garrotxa es un ecosistema irreal granuloso tachonado de rocas de diferentes magnitudes. La textura del paisaje se confecciona con piedra pómez rojiza, matices grises azulados y negros humo, un horizonte que bien podría pasar por un cuadro de Tàpies, con un estilo matérico-abstracto del siglo XX.

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El sol envejece en el horizonte arrastrando su espectral telón purpúreo que tiñe cromáticamente la bermeja corteza terrestre, la cual sigue consolando a sus pequeños 40 retoños bien cobijados bajo el manto verde. Sólo una sublime estampa azul nocturna los hace desaparecer a diario devorados por las horas de la noche. El aviso es claro, por el momento y aquí, el viaje ha terminado.

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