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Hace la friolera de 21 años que pisamos por primera vez Florencia. Por aquella época (1998) ni existía internet tal y como lo conocemos hoy, ni las redes sociales, ni los palos selfies, ni los smartphones para hacer miles de fotos digitales y guardarlas en un disco duro, ni el postureo en Instagram, ni contar/mostrar los países visitados, ni las modas digitales… pero sí que existían los carretes de fotos, alguna que otra cámara digital que asomaba curiosa entre los bolsillos y un hecho destacado en cualquier viaje de los noventa: la contratación para la visita de un guía de viaje.

Podríamos haber elegido cualquier otro destino, pero la ciudad italiana de Florencia quizás es uno de los lugares, junto con Venecia u Holanda, que más está siendo contaminada por la «plaga de turistas», como decía el sociólogo Jean-Didier Urbain en su libro El idiota que viaja.

Aún guardamos con cariño ese primer viaje a Europa, en 1991 con 11 años, donde Joaquín (a día de hoy recordamos su nombre) nos enseñó en un tour parte de los rincones más fotografiados del continente. Siete años después, y tras sucesivos viajes, un colega suyo nos descubría Florencia, la cuna del arte, de la escultura y del estilo academicista. La casa del artista Miguel Ángel y lugar donde en la mitad del siglo XIV se desarrolló el Renacimiento.

Este museo al aire libre, pese a tener espacios artísticos excepcionales que visitar como la Galería Uffizi (una de las colecciones de pintura más ricas y famosas del mundo) o la Academia, cuenta con unas calles plagadas de reproducciones escultóricas y arquitectónicas por doquier.

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En el año 1998 aún existía la denominada selectividad, esa temida fuerte prueba de acceso a la universidad, y justo en esos meses todo el conocimiento adquirido sobre la asignatura de arte lo llevábamos muy fresco. De hecho fue un privilegio poder ver en directo obras de gran envergadura como la catedral de Florencia (Santa María de las Flores), con su enorme cúpula-cimborrio (el gran reto de Filippo Brunelleschi con sus 114 metros de altura y 45 de diámetro), su altísimo Campanile (el campanario de la catedral) y el famoso David de Miguel Ángel (de cinco metros de altura), entre otros. Admirar de cerca todas este patrimonio, entendiendo el porqué de cada una de ellas con nuestro guía, fue un sentimiento que no se olvida con facilidad.

Aún recordamos ese primer viaje a Europa, en 1991 con 11 años, donde Joaquín (a día de hoy recordamos su nombre) nos enseñó en un tour parte de los rincones más fotografiados del continente.

Ejemplos como el del Ponte Vecchio (Puente Viejo) nos llamaron la atención por lo que insitu nos contaba nuestro guía. Ya no sólo lo que veíamos, joyerías a lo largo de todo el recorrido, sino por explicarnos que es el puente de piedra más antiguo de Europa (1345) y sus casas colgadas (durante la Edad Media) estuvieron ocupadas por carniceros y matarifes hasta que Fernando I ordenó cerrar las tiendas por la mal olor. Además, el hecho de ir en los años 90 nos libró de tener que ver los amontonados candados —según cuentan— que posee el puente en la actualidad, pese a que las autoridades los retiran cada cierto tiempo.

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Estas curiosidades, que crees que puedes encontrar en cientos de webs, en los años noventa eran difícil de averiguar si no ibas con un tour organizado con guía. Pero una ciudad como Florencia, hoy, sigue escondiendo rincones de historia que merecen la pena ser contados por guías capacitados en arte y en la biografía del lugar. Es cierto que tenemos decenas de apps para salir del paso, que el viaje se ha abaratado de tal forma que muchas veces pensamos —erróneamente— que contratar un buen guía se sale del presupuesto, pero merece la pena porque es parte del recuerdo de nuestro verano, de las vacaciones, de esa escapada de fin de semana. Esos datos que hacen comprender el destino más en su totalidad, el porqué de las cosas y de las costumbres.

Nosotros guardamos con sumo agrado la tradición de la fuente del Porcellino (el lechón o jabalí) situada en la logia del Mercado Nuevo. Nuestro guía nos la descubrió y nos contaba que él pasaba cada mañana para hacer el rito, según el cual había que frotar el hocico del animal e introducir una moneda en su boca para asegurar la vuelta a Florencia. Han pasado 21 años, quizás toque volver para seguir descubriendo esa verdadera urbe de la Toscana con alma de arte y guiada por un profesional para aprender, yendo más allá y dejando de lado el vestido vaporoso y los famosos candados publicados en Instagram.

© MONTAJE DE CABECERA: BABILONIA'S TRAVEL. FOTOGRAFÍAS: Creative Commons (CC), ya nos hubiera gustado tener a mano las fotografías en papel de este viaje que hicimos para escanearlas. Esperamos recuperarlas para añadirlas a este artículo.

Nota para el lector: cumpliendo con nuestra línea editorial, informamos que este es un artículo patrocinado.

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