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oficios

➡️  Viene de Lección de historia sin libros (I): la lucha de gladiadores

➡️  Viene de Lección de historia sin libros (II): la momificación


Fijo la vista en unos pies de dedos gorditos y rosáceos que sobresalen por debajo de una escalera de madera. Están apoyados en unas sandalias muy rústicas y casi sin suela. Una cuerda sujeta el pie. Subo la mirada y una vestimenta de un color parecido a los dedos tapa el cuerpo de un hombre de edad avanzada. Está intentando colgar algo en lo alto del puesto del mercado de Tarraco Viva. No, espera. Aquí no se vende nada. Esto no es un mercado, son paradas situadas en hilera en donde diferentes actores explican los oficios romanos más habituales…

Bueno, en realidad tampoco son actores en sí, ellos mismos nos dicen que son romanos y nos explican sus historias de vida. Unos (re)encarnados, vaya. Conocemos sus nombres (Gala, Gavina, Francisco…) y nos comentan de dónde vienen mientras nos explican cómo se escribe en su tiempo, como se cocina, cómo se preparaban los utensilios para pescar…

Y es que «contar la historia en tercera persona genera una distancia con el espectador, pero es más fácil si con el que dialogas es un verdadero romano», explica a BABILONIA’S TRAVEL Juan Mayné, antropólogo y director del grupo de reconstrucción histórica de Badalona (y antes director del actual museo de la misma ciudad) mientras nos lo encontramos tomando fotografías de todos los puestos.

Tabernae, scriptorium…

La calle —situada en los Jardines del Campo de Marte de Tarragona— dedicada a los oficios durante Tarraco Viva, no deja de ser una extensión de cómo era la vida en la época romana. «En otras ediciones estábamos más centrados en lo militar, pero quisimos mejorar más esta parte del día a día para que fuera más didáctico», nos remite Mayné. Aquí se nota que cada escena está medida al milímetro, no prima el espectáculo, hay rigurosidad histórica. «Relacionamos los contenidos con datos arqueológicos completos para que todos los elementos estén documentados», añade.

Así nos acercamos curiosos a ver el scriptorium de Gala. Ella se define como una liberta, una ex-esclava, que ahora se dedica a mostrar el arte de escribir a los demás. «Durante mi etapa en la casa de mi señor, yo enseñaba a los niños la escritura, pero ahora ya son mayores y me he de ganar la vida», nos confiesa con parte de la cara pintada de negro por la tinta empleada. «Sí, es hollín, goma arábiga y agua, esto se quita fácil», mientras termina de sellar unas tablas enceradas que previamente han sido escritas con el estilo (el lápiz metálico que se utilizaba para escribir y borrar en las tablillas). Todo parece sacado de un museo.

«Contar la historia en tercera persona genera una distancia con el espectador, pero es más fácil si con el que dialogas es un verdadero romano», explica a BABILONIA’S TRAVEL Juan Mayné, antropólogo y director del grupo de reconstrucción histórica de Badalona

Se muestra un poco agotada, muchos de los visitantes acuden a su stand romano para ver todos los elementos de escritura repartidos por la gran mesa, y ella no para de enseñar y de escribir.

— «Ya vuelvo esta tarde a Baetulo, ¿sabes?»…

— «¿Baetulo?» le preguntamos.

Mayné nos susurra por debajo, «la actual Badalona».

— ¡Ah, sí, sí!, Gala, que vaya bien el viaje, mañana ya descansarás.

— ¿Mañana? mañana aún estaré en camino. Las distancias entre Tarraco y Baetulo son un poco lejanas. Menos mal que creo que iremos por la Vía Augusta…

Tablillas enceradas

Gala está muy metida en su papel, pero no todos los personajes tienen aún una vida asignada. «Vamos poco a poco probando y trabajando para ver los resultados en el público», nos explica el antropólogo.

A lo lejos hemos perdido a nuestro ilustrador. Parece que ha parado a repostar alimento en la tabernae, pensando que la mujer romana que atiende le podrá servir. Efectivamente, es otra demostración sobre la comida. La fémina se hace llamar Gavina, aunque pronto nos revela su nombre del siglo XXI —Paquita Hernández— y nos empieza a agasajar con unas catas de vino romano especiado con miel y canela, y unos pocos garbanzos que está preparando en un puchero. «Aquí no hay platos, así que os lo sirvo en un trozo de lechuga», nos comenta mientras nos alarga la mano con la comida.

Los garbanzos están cocinados en la reproducción de un hornillo de leña y eso se nota. Es un placer para el paladar. El olfato también entra en acción. Huele a… «pescado ahumado», nos comenta un hombre con una túnica que se asemeja a un jitón griego. Espera, es rosa… Miro los pies y ahí está, nuestro hombre de dedos rosados y gorditos  coloca el pescado para ahumar.

— ¿Os gusta?, nos pregunta.

— Sí, está todo muy rico, le comentamos.

— Hola, me llamo Francisco de la Torre y Paquita es mi mujer, aclara.

Francisco es un jubilado (antiguo delineante) que lleva más de diez años, con su mujer, en el grupo de reconstrucción histórica de Badalona. «Aquí he hecho de todo, tuve una temporada que hacía talleres de acuñación de moneda, y ahora estoy aquí entre la tabernae y el puesto del funicularius (creación de cuerdas y otros enseres para pescar y cazar)», nos explica mientras desciende de la pequeña escalera de madera. «Esto te mantiene activo», dice, «hay que buscar alternativas cuando dejas de trabajar».

Nuestro hombre de dedos rosados tiene también los ojos azules, podemos verlos al quitarse las gafas para limpiarse el sudor. Hace mucho calor y más al lado de donde se ahuma. Parece que se le da bien esto de la cocina, «en casa éramos siete y había que trabajar y saber de todo», justifica ante nosotros. Aunque en cuanto a la historia, Francisco hubiera querido aprender un poco más, «siempre me ha gustado, pero no he podido ir a la escuela, no era una época fácil», añade. Pues está en el lugar adecuado.

Su cara comienza a ponerse tensa y también rosa como su ropa, «teñida y cosida por nosotros». Aparenta que no está cómodo y comienza a mirarse sus pies. «Estas sandalias las hemos fabricado con nuestras manos, las de mi mujer son una reproducción de unas encontradas en Baetulo», agrega, «pero no les he puesto plantillas porque no son de la época y tengo los pies que no los siento». Ahora comenzamos a entender hasta qué punto esto es real.

Talleres artísticos: una praxis de sensaciones

Abandonamos el área de las demostraciones para empezar con la práctica real de otros oficios como los artísticos. Queremos probar cómo se pintaban las esculturas, los relieves… y qué sentían los hombres dedicados a crear los mosaicos.

Otro Francisco —o Curro para los amigos—, pero esta vez mucho más joven y con un aire que recuerda a Velázquez, nos invita a entrar en su pequeño taller de campaña en medio del Campo de Marte tarraconense. Allí las sillas giran alrededor de mesas blancas llenas de colores, de pigmentos, de pinceles, y nos advierte desde el principio, «es un taller lúdico, al menos para saber de dónde viene todo esto». Porque esto se llama policromía romana.

«Simularemos la técnica del temple», nos explica, «así que usaremos las témperas y la creatividad para pintar con colores los moldes que os voy a dar». Y aparecen en las mesas relieves de escenas con gladiadores, mujeres en fuentes de agua… y todos comenzamos a pintar con nuestros pinceles del siglo XXI, los antiguos eran de pelo de buey o burro. Unos estamos más concentrados, otros un poco menos, pero casi sin querer todos nos hemos encarnado en pintores de hace miles de años, dando color a relieves, estatuas y entendiendo que todo, absolutamente, todo en la época griega y romana era de color. El paso del tiempo ha sido el culpable de perder esa policromía por le camino. Ahora ya lo sabemos.

Curro explicando cómo las esculturas estaban policromadas

Nos vamos con nuestro premio en la mano, un relieve pintado por nosotros. Hay que tener cuidado en el camino ya que el ejército imperial está de instrucción militar, enseñando sus armaduras y mecanismos de defensas a los visitantes. Esperemos que no nos tiren nuestra pequeña obra de arte.

Al otro lado el taller de policromía, detrás de uno de los árboles que ocupan el Campo de Marte, vemos cómo un hombre de mediana edad y de pelo blanco nos recuerda también a alguien. Esta nariz picuda y con cara alargada… ¿Julio César?… quizás esté (re)encarnado también.

Leemos «taller musivaria». ¿Musivaria? «Pasad, bienvenidos al taller de los mosaicos, a pintar con piedras», nos invita Ricardo Cagigal, nuestro emperador particular.

Ricardo es el editor de ediciones Jano-reconstrucciones históricas y divulgador histórico. Está convencido de que «si la gente no comprende, tienes que hacer un esfuerzo para que todo el mundo acceda de una manera fácil, eso sí, con un discurso asequible y con muchos gráficos». Parece que nos vamos a entender bastante bien.

Nos sentamos de nuevo alrededor de una gran mesa blanca. Ahora no tenemos pinturas para colorear, sino pequeños cubos de piedra. Son las teselas de los mosaicos y vamos a comprobar lo duro, no, lo durísimo, que era este trabajo. Varias veces hemos visto mosaicos gigantes en restos arqueológicos como los de Carranque y en la misma ciudad de Pompeya, por ejemplo, pero seguro que pocas veces se piensa en los artistas que elaboraban estas obras de arte fatigando su vista, sus cervicales y sus manos en cada hexaedro colocado.

Nosotros emplearemos un total de hora y media para realizar un mosaico de 14cm de lado… Los musivarii más capacitados tardaban dos horas en llenar un metro cuadrado. Es increíble que sucediera miles de años atrás.

Ricardo parte una a una cada prisma del que saldrán las teselas. «En la antigüedad eran de mármol, esta vez serán de yeso y resina», señala con minuciosidad, «y se cortaba la losa de mármol con una sierra». Aquí es más rápido. Ya tenemos todos los cubitos en un plato de plástico, en otra mano un pincel y cola blanca. Empezamos a pegar las teselas en un modelo a seguir.

Poco a poco nuestro pequeño mosaico va tomando forma. A la vez, Ricardo nos va contando historias de estas alfombras de piedra que nuestros antepasados utilizaban para engalanar sus habitaciones. «Normalmente los motivos que se dibujaban tenían relación con lo que había en la estancia», nos explica. Y después de llenarnos las manos de agua para eliminar el cemento cola que termina de armar nuestra obra de arte, estamos agotados. Casi dos horas de atención para poner todas las teselas en nuestro cuadrado de 14cm x 14cm. No podemos imaginar el esfuerzo tan brutal que sería ser artista musivario en la época romana.

Una finalidad que llega más allá de lo didáctico

Estamos a punto de cerrar nuestra agenda de apuntes y disfrutar con los habitantes de la actual Tarragona. Nada que ver, una comida alrededor de un sushi nos espera. Ahora nosotros nos teletransportaremos al país nipón a través del gusto. Pero antes de marchar, poco a poco y sin querer, vamos despidiéndonos de los personajes con los que hemos conversado a lo largo de estos tres días intensos. Ricardo, Francisco, Gala, Curro… todos nos enseñaron una página de la historia romana y aprendimos sin libros, sólo con preguntar, mirar y escuchar.

Al paso del puesto de Paquita (Gavina), la mujer de la tabernae, ésta nos hace una señal.

— ¿Ya os vais?, nos dice.

— Sí, unos amigos acaban de llegar y nos vamos a comer con ellos, le explicamos.

— ¿Os ha gustado? ¿Habéis aprendido?, pregunta.

— La verdad es que no nos imaginábamos que fuera tan didáctico.

La mujer nos mira, me agarra —para que nos nos vayamos aún—, y nos empieza a contar.

— Hace unos años estaba en el puesto de la tabernae y se me acercó un niño, era un estudiante de la ESO (educación secundaria obligatoria en España), y me dijo: «el año pasado estuve aquí contigo, ¿te acuerdas?, vine con el instituto y me explicaste muchas costumbres romanas, pues sabes qué, saqué un 10 en historia», y poco a poco los ojos de Gavina (Paquita) se llenan de emoción…

Cuesta volver a nuestro tiempo después de tres días en esta inmersión y (re)encarnación tan real. Una llamada a nuestro smartphone nos envía de vuelta al siglo XXI. Venga, que nos esperan para comer.


©Ilustraciones: Carlos García Rubio.


Este reportaje ha sido posible gracias a la colaboración con:

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